3/4/09


Reseña al último libro de Bertoni

El propósito o antipropósito que tiene Claudio Bertoni de publicar cada año al menos un libro, más que una pretensión editorial, a sus lectores atentos y desocupados, se nos presenta como una expectativa de lectura, de provocación y vouyerismo; condición que sólo sorteamos cada vez que nos hacemos de un nuevo ejemplar suyo, como algo casi natural dentro de las lecturas pendientes. Acaso reconociendo las mismas coordenadas que tiene diseñada la forma de su producción, en todas las variantes genéricas (poemas, crónicas, prosa, diario de vida, cartas, fotografías) con las que Bertoni ha desplegado/desintegrado su obra, por más de treinta años de un oficio ininterrumpido.

El ojo de Bertoni que no ha pestañado ante una realidad, que se decide a abarcar desde los más vastos campos de la visión, hasta la microscopía más cotidiana y vulgar. Ampliación y reducción. Entregado, uno, al principio redentor de toda poesía, lograr crear con las palabras; y, dos, también conseguir la anulación total de su objetivo, al traslucir y desnudar radicalmente el recurso de la intimidad. Bertoni sabe que la poesía no es personal, y con eso logra zanjar su exposición, dejando en claro que su poesía es (re)producida como una consecuencia natural de (todo) lo humano. El hombre es un animal que escribe, convengamos, es una bestia salvaje e indomable que desbordado en emociones, carnalidad y espiritualidad, no pone límites a ese flujo, impedido de abarcar dentro suyo aquello que urge por vaciarse. Como si los placeres culpables pudieran borrarse del mundo, al menos, mientras son descritos, Bertoni queda o sale redimido en su apuesta.

Y es que Bertoni no transita por los planos de lo etéreo, sino que resuelve encontrar en el aquí y en el ahora, bajo el temple contemplativo del zen, el valor –incluso– de las miserias posmodernas. Así, se impone transcribir el lenguaje cotidiano, los residuos del habla, como si en ese mismo registro muriera cualquier otra intención comunicativa. Decir es escribir, y poetizar cada minuto es una actividad posible, un ejercicio de estilo que define su proyecto, ya no sólo literario, sino que artístico-creativo.

En esta última entrega, Piden sangre por las puras, retoma el mismo pulso que ha venido desarrollando. Y hace de la razón una motivación más digna para detallar-desentrañar, sin temor ni mezquindad, el suspendido diario de vida que ha venido editando y publicando, impugnando la cita de Beckett: “Rápido, antes de llorar”, donde recogiera sus vivencias-escritas de mediados de los ’70. Este poemario actual, dividido parcialmente en segmentos, se hace más certero separarlo en cuatro momentos: los poemas de París en su época de viajero vagabundo; la continuación del diario de vida; algunos recocidos del bellísimo Harakiri y los libros posteriores; hasta una elegía a lo mundano, fisuras del tempus fugit, bañado por un monólogo interior que no se explicaría de otro modo que no fuera la representación de la vida misma, esta mise en scène bertoniana, con que cierra el libro, bajo el nombre críptico “Bach”, y que pareciera querer arrastrarnos con ella.

Es un hecho que Bertoni no para, y que cada libro es una ventana abierta por donde se cuela lo mejor de ese recorte del mundo que muchas veces no vemos. Un poeta que roba besos y torsos y rostros y piernas y senos con su cámara a la altura de la pelvis. Un lente que es extensión de su oído, de sus mejillas pecosas, su pelo encanecido por el descuido de vivir suspendido en el tiempo, por sobre la derrota, la ruina y la perdición.

Bertoni no lee en público, no asiste a lecturas poéticas, no presenta a nadie, ni mucho menos lanza sus propios libros. Es la consecuencia absoluta de la obra por sobre el autor, pese a lo contradictorio que pueda parecernos, la misma materialidad de su escritura.

Claudio Bertoni es, con sobradas razones, uno de los poetas vivos más interesantes y propositivos en Chile, ya que no sólo es capaz de satisfacer a sus seguidores, sino que también de convertir en fans a las generaciones más jóvenes que llegan a entender, de qué modo vivir más que un acto de fe, es una provocación a la muerte desde y por la poesía. La mejor forma de mirar tranquilos la catástrofe y aún seguir sonriendo.